21/11/12

El campo, cuento de Juan José Morosoli



El negro Sabino se consideró siempre un hombre feliz.

Hasta aquel día en que fue con su patrón —Correa— a lo del finado Antúnez. Él era feliz porque allí tenía todo lo que se necesitaba para ser feliz, según su propio pensamiento; yerba, carne, tabaco y caña.


Foto: Linda Hartley


La yerba y la carne se la daba el patrón. Y el tabaco no le faltaba nunca, porque en el campo había una picada por la que cruzaban los contrabandistas. Él les acercaba alguna oveja y a veces se encargaba de esconder —en un lugar que sólo él conocía— “descargas” completas de tabaco, cuando la policía los traía cortos y tenían que alivianar cargueros o deshacerse momentáneamente de ellos.

Él era como la sombra de Correa. Donde iba el patrón iba él. Sabía —¡cómo no!— que al hombre nadie lo quería porque era un avaro miserable que se estaba tragando a todo el mundo y viviendo entre la mugre y la miseria, como si la vida la tuviera comprada y el campo se lo fuera a llevar en el cajón, cuando lo llevaran con los pies para adelante.

Todo el mundo sabía cómo vivía Correa. Plata que cayera en sus manos iba a dar a la escribanía, depositándola para cuando pudiera meter diente a otro pedazo de campo.
Pero para Sabino no era malo:

—Naides es moneda de oro para ser bueno pa todos...


* * *


Aquel día fueron a “las casas” del finado Antúnez.

Allí estaban las tres mujeres —la viuda y las hijas— enfundadas en unas túnicas de color apereá.

Eran tres mujeres con el rostro sin sangre, sin vientre y sin senos. Tres tablas con hollejo de merino.

No bien entró Correa las mujeres se pararon detrás de una mesa de pino y se quedaron esperando la palabra del hombre. Parecían esperar la orden de morirse.

—Vengo —dijo Correa— así arreglamos la cuestión del campo... Lo estoy precisando y van a tener que irse.

El finado Antúnez había muerto en la miseria. Creyó hasta el fin que todas las enfermedades se pueden curar cuando hay plata para pagarle a los doctores y estos le fueron comiendo el campo mientras un cáncer le fue comiendo el cuerpo. Murió a los dos meses del día en que le dijeron “que no había nada que hacer”. Ya Correa “le había puesto los dos pies en el título...”.

Las tres mujeres se echaron a llorar. Sabino sentía aquel llanto que se fundía en uno solo. Ancho, despacito y sin parar. Parecía salir de las ropas que caían flojas y sin arquearse en una sola curva. Un llanto que venía de todo, no sólo de las mujeres.

—Bueno —siguió Correa—, con llantos no hacemos nada... Mañana vengo con el escribano, “consino” unos peso de regalo para la mudada y se me van...

Al salir montó, se afirmó en los estribos, hizo luz sobre los cojinillos, miró hacia adelante, dominando el campo y le dijo al negro:

—Me hacía falta... ¿No ves que cuadro la punta que termina en lo de Lemos?

El negro no lo oyó siquiera. No podía olvidar la figura y el llanto de las mujeres. Por eso dijo hablando para sí:

—¡Pobres! ¿Dónde van a dir estas cristianas?

Correa contestó:

—¿Adónde? ¡Al pueblo! ¡Donde van todos los pelaus!


* * *


El campo de Correa era sin fin. ¿Y para qué?

—Sólo él y yo —pensaba el negro—... Porque Correa no tenía siquiera un perro “personal”... Los perros que había allí eran para atajar gente y para matar bichos. Siquiera él —Sabino— tenía uno con el que hacía horas. Un perro que a veces lo hacía reír, y que hasta se parecía a una persona. Por eso lo llamaba “El viejo”. Por no llamarlo Viejo Arce —a quien se parecía— “porque el respeto es el respeto”.

Esta idea de que el campo de Correa era un disparate, se le empezó a presentar seguido en la cabeza después que estuvo con él en lo de las Antúnez.

—Porque mirando bien el campo era para Correa eso no más: el campo. ¿Lo disfrutaba? ¡No! ¿Se daba buena vida por tenerlo? ¡No!

Era el campo nada más. Y para el campo Correa era menos que un árbol. Porque el árbol se le clava en el pecho y está arriba de él... ¿Y el hombre?

—Menos que una paja echada en el agua... El hombre queda echao con el campo arriba del pecho...

Y terminaba:

—Mirá ¡qué lindo!...


* * *


Otras veces le tenía lástima a Correa. Él iba siquiera a algún rancho de visita. Y tenía parientes... Lejanos sí, pero tenía... Y hasta gastaba algún peso que le “asentaba” a Correa cuando éste lo mandaba al boliche en un carro de pértigo con diez o doce cueros para cambiarlos por comestibles.

—Traés yerba, galleta y fariña... Todo en gasto porque yo no quiero plata en casa... Tenés que decir siempre eso en el boliche... Porque tener plata es como tener enemigos o remordimientos...

Todo el mundo sabía que él era rico pero que no tenía plata. Por esto no corría peligro su vida, porque nadie mata por matar...

—El oro y el campo es lo único que no muere... Pero el oro te lo pueden llevar y el campo no... ¿Entendés?

—Es razón —contestaba Sabino.

Le daba la razón en todo. Hasta en lo de no tener familia. Era lindo.

—Nunca muere nadie... Nunca se enferma nadie... Nadie te llora ni te pide ropa... Vivís para vos...

Pero ahora Sabino andaba con aquello en la cabeza.

—Sí, bueno... Pero un día el hombre se muere... ¿Y?... ¿Quién queda? ¿Cómo, quién queda? —se preguntaba él mismo—. Sí. ¿Quién se hace cargo de todo...? Porque...

Tras un silencio seguía:

—Bueno. Un suponer se muere. Voy y digo en la comisaría... ¿Y quién dispone de todo?... ¿Quién? Porque el campo es de Correa, pero Correa ya no está... El campo sigue siendo campo y es de Correa... ¿Pero cómo va a ser de él, si él no está y no viene nunca más porque se murió?...

—Un lío... Y ¿qué importa que el oro y el campo nunca mueran si muere él?...

El negro no salía de aquello. Porque los negros son peores que los blancos cuando les da por cismar*. Hacen pozo y de los pozos sólo se sale yendo para arriba. Y si usted va para abajo y cava y cava...

Y aquel día no pudo más. Fue cuando llegó el escribano con “las contribuciones”.

En un momento en que Correa estaba dentro de la casa, Sabino se acercó al hombre y le preguntó:

—Cuando este hombre falte, ¿quién queda dueño del campo?

—¿Y usted no sabe? ¿Se ha pasado la vida con él y no sabe?

—¡Qué voy a saber! Yo sé cómo es ahora, pero pregunto para saber cómo es después que él muera...

—Tendrá parientes... Protegidos...

—¡Nada! ¡No tiene nada! Pero el campo es de él y alguno quedará de dueño...

Y siguió Sabino:

—Claro, si el hombre ya no está y sin embargo está todo, de alguno tendrá que ser... ¿No le parece?

—Entonces no se preocupe —le contestó el hombre— porque lo que es de España es de los españoles y lo que es de los españoles es de España... ¿Entendió?

Sabino se asombró de la pregunta.

—¿Quién va a entender? —dijo—. ¡Nadie!


* * *


Vaya a saber en qué momento las cavilaciones de Sabino fueron a dar a la cabeza de Correa. Él creía no haberlas revelado. Pero los pensamientos vuelan como las semillas de cardo que se plantan solas, lejos de donde salieron.

Porque un día el propio Correa le preguntó a Sabino:

—¿Pero vos creés que este campo un día no sea mío y que no se sepa de quién va a ser?

Sabino lo miró y contestó:

—¡Vaya a saber!

—Yo pienso y pienso y cada vez sé meno...

Siguieron callados. Al rato —como si el diálogo no se hubiera interrumpido— Correa preguntó:

—¿Vos qué harías en el caso?

Sabino tenía la contestación pronta:

—¿Yo? Comía cordero todos los días... Tomaba vino, comía dulce de membrillo... Tal vez hasta me conseguía una mujer.

Correa no contestó.


* * *


Al otro día ordenó Correa:

—Te vas a la pulpería y traés caña y vino y guayabada y queso y todo lo que se te antoje. Después venís y le voltiás el cuero a un cordero. ¿Ta?

Fue un día feliz para Sabino. Correa no lo gozaba como él, porque rato a rato se paraba en la puerta de la cocina y miraba el campo interminable. Volvía como de una ausencia a meter diente y labio otra vez. Para salir nuevamente. Como si el campo lo llamara.


* * *


Iban por el campo siguiendo el alambrado que lo separaba del lindero. A lo lejos el cuadrado del monte de eucaliptus y el dado blanco de “la estancia” de Méndez se estampaban en el día claro.

Correa detuvo el caballo; tras un silencio, dijo al negro:

—¿Qué te parece si le salgo a comprar a Méndez?

—¿Y pa qué? —preguntó Sabino.

—¿Cómo pa qué? ¡Pa que sea de Correa! ¡Pa qué va a ser!

El negro calló un momento y luego volvió a preguntar:

—¿Total, cuántas cuadras tiene?

—¡Yo qué sé!

—Pero tener no es disfrutar... Total...

—¿Total qué?

—Que todos tenemos que morir... El que tiene y el que no tiene... No semos oro ni campo que no mueren nunca...

Correa no contestó.

Dieron vuelta, llegaron a las casas y desensillaron.


* * *


Salía poco Correa. Sentado contra la pared miraba y miraba el campo en un desesperado diálogo con el silencio. Ya no sólo se preguntaba cosas a sí mismo. A veces las preguntas se las hacía al campo que lo torturaba con su mutismo, con su presencia quieta y desafiante. O era el propio campo que se dirigía a él:

—¿Y quién queda por usted Don Correa? ¿No me sale a recorrer?

Punteaba el horizonte un animal. Otro. Correa levantaba la botella de caña. Bebía un trago.


* * *


Llovía. El campo mostraba su pasto abundante. En las depresiones se formaban lagunas.

—¿No querías agua? ¿No querías pasto? —le preguntaba—. ¡Se le va a podrir hasta la raíz hijo una gran!...

Tomaba otro trago.

—¿No sabés de quien vas a ser, eh?... ¿No sabés? ¡Ojalá no seas de nadie!

Callaba. La caña levantaba su brasita desde el estómago. Entonces el campo le contestaba:

—¿Y vos no te vas a pudrir, eh?... ¿Y vos de quien sos?... ¿No serás de nadie también?


* * *


Los atardeceres eran de caña y mate. Se doraba la carne en el asador. Sabino veía que el patrón, a pesar de que ahora se trataba como un rey, enflaquecía rápidamente. Además seguía en aquellos silencios que le venían de las cosas y del campo y “se le hacían piedra adentro”. Unos silencios que a Sabino le daba miedo despertar, y más miedo aun sufrir, porque eran unos silencios donde se escondía una cosa tremenda. Correa no era sino eso: un hombre con una cosa tremenda dentro. Una cosa que vaya a saber lo que era.


* * *


Correa sorbió otro trago de caña. Levantó la cabeza y miró hacia el campo. Se salvaban de la sombra nocturna que avanzaba, el cubo blanco y el borrón negro de la estancia y el monte de Méndez.

—Está sola... —murmuró Correa—. A Méndez se le importa un pito... una cascarria el campo y el monte y las casas y las vacas y todo... Cuando viene a verlos viene con ocho o diez y se vuelve pura comilona y chupandina... Él les oye el carcajerío de lejos... Después se va y vende otro pedazo... Y él, Correa, que vivía en él, que le agregaba todos los años un pedazo, lo tenía ahora de castigo, porque el campo le hablaba y le preguntaba cosas y se le venía hasta la puerta empujándolo hacia las piezas, siempre con lo mismo; “Que él no tenía a nadie... Y que de quién iba a ser él, el propio campo, y que él estaba flaco y que Sabino estaba relumbroso de gordo y que por qué no salía a caballo y... cosas así.

Últimamente hasta le había preguntado: “y cuando te vayas, ¿te vas a quedar aquí?... ¿O te van a llevar al pueblo, donde van los pelaus?".


* * *


Sabino le veía enflaquecer día a día. La caña tal vez o las malas noches o ese fuego que Correa sentía en el estómago y que a Sabino le hacía acordar al de Antúnez “que así había empezado”, lo estaba secando.

Pero Sabino seguía ida y vuelta al boliche del que volvía cargado como un turco, con las maletas llenas de las mejores cosas que podía haber para comer en el mundo.

Ahora ya no pagaba. Correa se había olvidado de la plata. Era “apunte nomás”.

—Apunte a lo largo que a lo ancho le vamos a pagar —decía el negro y se reía feliz mirando cariñosamente las latas de sardinas y guayabada.


* * *


Aquel amanecer lo encontró en la puerta, medio desnudo, mirando el campo, enfrentando al sol que punteaba tras las colinas lejanas.

Fue entonces que notó la flacura del patrón. Parecía un esqueleto del que colgaba una camiseta vacía y unos calzoncillos sin muslos. El vientre saltaba hacia adelante como el de una mujer embarazada. Aquel vientre hacía reír entre aquellos huesos y aquellas ropas vacías.

Le habló y el patrón no contestó. Sabino se paró delante de él y volvió a llamarle.

—¡Patrón! ¡Vaya pa dentro, patrón!

Pero el patrón parecía no oírlo ni verlo.

A Sabino le pareció que tenía los ojos de vidrio helado, con reflejos que saltaban para todos lados, como si estuvieran rotos por dentro.

5 Deja tu comentario:

  1. Para Nicolás 161 me ha gustado tú cuento. Por cierto, el cuento que recomendaste "La gallina degollada" ha sido elegido y está en el canon.
    Te recomiende que entre en ulgoresliterarios.blogspot.com.es/ y leas el cuento recomendado por el hermano del escritor Mateo Díez.
    Un abrazo

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  2. Me ha servido mucho este cuento gracias!!!!

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  3. Muy buen cuento,me ha servido gracias!

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  4. que hecho afecto a la felicidad del negro sabino?

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  5. Emi sosa:muy bueno jaja

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