20/5/13

Fútbol



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En medio de la noche oscura, el autobús gira violentamente. Nadie se queja. Nadie tiene ánimos para hacerlo. "El Santamaría en la final otra vez", dicen las portadas de los periódicos y hasta de un magazine cultural. Ya nada parece importarles. Después de todo, esas decenas de trofeos no son más que copas vacías.

Sentado al frente, el entrenador Ignacio Alameda bosteza aburrido e intenta mirar a través del cristal para distraerse de todo aquello que pueda generar en él la menor emoción. Al verlos pasar, la gente salta y agita las bufandas azules que llevan puestas alrededor del cuello. Alameda sonríe falsamente y retira la mirada con discreción. Nadie habla, y lo único que puede sentirse es la música que el conductor, enano y calvo, escucha por la radio. Bailoteando sentado, no es capaz de darse cuenta de que acaba de irse por un camino equivocado.

-¡Eh! -grita Ignacio, secándose el sudor de la frente con un pañuelo.

El conductor da un frenazo y gira a la izquierda. La radio se apaga, y a los oídos del entrenador llegan los gritos de los cientos de aficionados que los esperan a la entrada del estadio. Alameda es el primero en bajar junto a Vicente Cobo, su ayudante y mano derecha. La gente se acerca corriendo hacia ellos y, antes de que lo hayan rodeado con sus cientos de brazos, deseosos de tocar a su ídolo con la yema de los dedos, éste tiene tiempo para murmurar: "¡Qué idiotas!".

Poco a poco van abriéndose paso para entrar al imponente recinto y, una vez dentro, se dirigen por un oscuro túnel al vestuario local. El hombre se tapa la nariz, esperando sentir el mismo olor a sudor de siempre, pero, al llegar el fresco olor del detergente a sus fosas nasales, se siente ligeramente reconfortado. Mientras, los integrantes del equipo se van acomodando cada uno en su sitio y se visten de corto. Una vez que lo han hecho, todos lo rodean, esperando una de aquellas legendarias frases con las que conseguía motivarlos en los viejos tiempos. Pero Ignacio no dirá nada. Sabe que será despedido tras este partido, y ya nada le importa.

-Ganaréis -dice finalmente-, ya que uno de vosotros cobra más que todos vuestros rivales juntos.

Y probablemente sea cierto. Gracias a él, el equipo ha llegado a tal grado de perfeccionamiento que esos pobres diablos, que han llegado a la final casi de milagro, no son rivales para ellos. 

Tras el partido se irá, ni contento ni triste, y, sin despedirse de sus jugadores, se subirá a su coche. Tendrá un accidente y morirá en el acto.


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